Caminaba saltando los charquitos de la vereda, últimos
signos de la nevada del lunes. Recorría el mismo camino de siempre, a la misma
hora de siempre. Pasó frente a la panadería, el taller y la cuadra de los
restaurantes.
Cuando llegó a la
calle Rosario decidió desviarse de su ruta habitual para dirigirse al correo a
dos cuadras de allí. Había pensado en mandar la carta después del trabajo, pero
tenía tiempo. Estaba de buen humor porque había salido el sol, y con él se había
ido la nieve.
Saliendo de las
oficinas de correo pensó en su madre y en su hermana. En el dinero que le
quedaba ahora que había mandado la carta, y si podría permitirse dos comidas cada
día por el resto del mes. Pensó en la injusticia de su situación, primero con
resignación y después con esperanza.
Anochecía cuando
dejaba atrás la fábrica. Había empezado a nevar. Su humor se había deteriorado
con las horas, por lo que no le molestó especialmente no llevar abrigo.
Recorrió las calles con calma a pesar del frío.
Subió por las
escaleras del edificio, oscuras y estrechas, hasta su departamento en el
segundo piso. Mientras entraba le llamó la atención la puerta abierta del
departamento del frente, el 2°b. Cenó ravioles y le compartió una porción al
gato. Cuando terminó de lavar los platos se percató de que todavía era
temprano, y pensó con cierta tristeza en cómo el invierno le robaba el sol.
Cerró la bolsa de
basura y se dispuso a dejarla en el tacho de la vereda. Cuando salió para el
pasillo vio que la puerta de su vecino seguía abierta. Hacía poco que vivía
ahí, no sabía su nombre ni su profesión, pero sí sabía que era un hombre joven
porque lo había cruzado una vez esa semana, cuando salía para el trabajo. Se
acercó hacia la cálida luz que se escapaba desde el interior del departamento
al final del pasillo. Vaciló un momento antes de empujar la puerta
entreabierta.
En seguida notó que
el comedor era considerablemente más grande que el suyo, con adornos exóticos
en los escritorios de madera oscura y cuadros de siluetas extrañas en las
paredes. Lo sorprendió su reflejo en un gran espejo con marco de madera de
bambú que descansaba en la pared al lado de un piano viejo. El aire era más
espeso que en el pasillo, había una humedad que le recordó a su casa en
Misiones. Miró hacía la pared más oscura de la sala: la cubrían pilas y pilas
de libros forrados en cuero y papeles desordenados. En el piso, a pocos
centímetros de los libros, vio cómo ardían tres pequeñas velas de cera rojiza.
Le pareció extraño porque estaba la luz encendida. No vio a su vecino, así que lo
llamó en voz alta. No hubo respuesta.
Se dio cuenta de
repente que no sabía por qué había entrado sin permiso. Se dirigía hacia la
puerta cuando se dio cuenta que había estado sonando una música que no había
escuchado hasta el momento. Miró hacia la habitación de la que provenían los
sonidos y escuchó fuertes tambores, platillos y voces disonantes que no
llegaban a armonizar. Cuando se dio cuenta ya había entrado en la habitación
donde colgaba el cuerpo de su joven vecino. La imagen lo desorientó, pero no lo
horrorizó. Miró a su alrededor y localizó la radio; cuando la apagó, el
silencio lo invadió y se reconoció inquieto. Pensó en llamar a la policía o
alertar a su vecina del primer piso, pero no podía despegar la mirada de un
bolso de cuero que descansaba en la mesita junto a la radio.
Eran las doce y
cuarto de la noche cuando la policía dejaba el edificio y los vecinos de los
demás pisos, saciada la curiosidad, volvían a sus departamentos. Se lavó los
dientes mientras intentaba no pensar en el joven. Cerró las cortinas y le puso
llave a la puerta. Fue a su cuarto y sacó el bolso de debajo de su cama.
Durante esa media hora contó más dinero del que nunca pensó ver junto.
Se acostó a dormir
intentando tranquilizarse, sumergiéndose en ideas sobre el futuro y la
abundancia. Concilió finalmente el sueño, pensando en que podría faltar mañana
al trabajo.
Se despertó sudado y
acalorado. Todavía era de noche. No podía moverse ni pensar claramente. Sintió
su cuerpo anclado al colchón. Dirigió la mirada hacia el bolso: estaba intacto.
Cerró los ojos e intentó volver a dormir, pero un dolor intenso le inundó el
pecho. No pudo gritar, pero consiguió incorporarse con violencia. Corrió hacia
el comedor desesperado mientras sonaban, desde algún lugar impreciso, tambores,
platillos y voces que no llegaban a armonizar. Buscó las llaves de la puerta
sin éxito. El dolor se agudizó y ya no pudo caminar, cayó al suelo y se
arrastró hacia su cama. Sintió fuego trepando hasta su garganta. Arrebató algo
de debajo de su colchón. Cerró los ojos, ardientes, y tomó aire como pudo.
Escuchó tambores, platillos, voces que armonizaban algo macabro y después, nada.
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