martes, 21 de septiembre de 2021

En Una Habitación Sin Ventanas

                                                   

                                                    En una Habitación sin Ventanas

 

 En aquellos tiempos (y digo “aquellos” aunque hayan pasado solo unos meses) todo era complicado. Estaba buscando donde vivir, me había peleado con mi novia y habíamos dejado el departamento que compartíamos en Caballito. Había dejado el trabajo por la oportunidad de trabajar con una editorial, una oportunidad que no era tan concreta como me habían dado a entender, y quedé a la deriva. Mi madre había fallecido hace menos de un año y a mi padre nunca lo conocí; no tenía a donde ir.

 Pasé ocho noches en un hotel barato mientras buscaba departamento. Esa semana consistió en llamadas telefónicas desde mi habitación, número 103, y visitas a departamentos fuera del presupuesto. Es cierto que podría haber aceptado la oferta de Luciano Vega de vivir en su casa hasta que pudiera acomodarme, pero él había causado todo esto, él me había convencido de renunciar y me había asegurado que iban a publicar mis cuentos y que iba a poder vivir escribiendo.

 Fue al octavo día que Luciano se apareció en el lobby del hotel. Me hizo llamar y después de saludarme calurosamente me dijo que había encontrado un lugar que podía alquilar. Me invitó a un barcito a dos cuadras y me pagó la comida. Era un lugar barato, Luciano eligió mi comida: un bife con papas, pidió lo mismo para los dos. Tomamos cerveza y conversamos más de una hora y en ningún momento me pidió perdón por lo de la editorial, no verbalmente me refiero, porque para él invitarme la comida y ayudarme con lo del departamento era pedir perdón. Pero no lo perdoné.

 Me llevó en su auto hasta donde estaba el departamento que había encontrado, y se fue diciendo que estaba apurado porque tenía que volver al trabajo, pero que ya había hablado con el dueño y me estaba esperando. Era un edificio muy grande, la entrada era antigua, pero parecía remodelado por adentro. Me acuerdo que pensé que no había manera de que me alcanzara para alquilar ahí, y en realidad tuve razón. El dueño, un señor petizo de unos cincuenta años, por lo demás nada llamativo, me guiaba por los anchos pasillos hasta el ascensor. Subimos hasta el séptimo. “Es el único piso que tiene cinco departamentos… igualmente, por el momento, los otros cuatro están vacíos” me dijo.

 El “E” del séptimo piso consistía de una cama, un horno y un baño chiquito en tras una puerta a la izquierda. El dueño prendió el foquito de luz naranja que colgaba del techo, que era bastante alto considerando el tamaño de la habitación, y fue ahí cuando me di cuenta que la habitación no tenía ventanas y que las paredes tenían grandes manchas de hongos por la humedad. Le estaba por agradecer al señor para decirle que lo iba a pensar cuando me dio una llave y me dijo rápido que mi amigo ya había dejado “arreglado” el primer mes, y que después hablábamos de precios para el segundo. Pude haberle dicho que esperara, que no me iba a quedar, pero de repente el departamento me llamaba la atención, quizás lo sentí adecuado para mi situación. Y, además, ya estaba pagado. Mudé los dos bolsos que tenía en el hotel esa misma tarde.

 Las primeras dos semanas que pase aquí, en esta habitación desde donde escribo, me las tomé con calma. Pensaba tomarme unas pequeñas vacaciones en el peor lugar del barrio, que era este lugar. Compraba comida en distintos lugares de la manzana y cenaba leyendo bajo la luz naranja del foquito. Pero, sobre todo, me dediqué a escribir mis historias. Horas y horas de palabras en papel, personajes tristes y misteriosos, cuentos que no finalizaba antes de empezar el siguiente. Acumulaba las hojas en pilas desparramadas al lado izquierdo de mi cama, donde creaba con mi máquina de escribir. Cada cierto tiempo tomaba alguna historia al azar, inconclusa, para continuarla, pero nunca terminarla. Mientras tanto buscaba trabajo, pero en el fondo no quería encontrarlo, el lugar me inspiraba y estaba tranquilo.

 A la tercera semana dejé de buscar trabajo. Pasaba cada vez más tiempo dentro de la habitación escribiendo historias oscuras, frías, húmedas y sin ventanas. Para la última semana del mes hice una compra de cientos de latas de comida y arroz y pastas. Acomodé todo como pude en pilas que trepaban por las paredes, debajo de la cama e incluso en el baño. No tenía planeado salir hasta que se acabara la comida. Salí una última vez a la calle para usar el teléfono público de la equina. Llamé a Luciano Vera y le pedí por favor que pagara otros dos meses de alquiler, que la situación era difícil, que se lo iba a devolver apenas pudiera, y me aseguré de no agradecerle antes de cortar. Ese fue el último día de “aquellos tiempos”.

 Escribí y leí y comí y se fue mayo; empecé a comer cada vez menos y se fue junio. El cuarto era negro durante mis noches y naranja en mis días, el sol no existía y el reloj de la pared nunca había funcionado. Uno pensaría que no es posible vivir así por tanto tiempo, pero yo lo comprobé posible, y lo compruebo cada vez que despierto. Estoy envuelto en historias, sumergido en mis creaciones; y por eso es que no estoy encerrado, estoy en mil historias, mil conciencias, que sueño, escribo y vivo. Ya no existe el tiempo. No sé cuántas horas duermo ni cuántos días pasaron desde que se cerró la puerta, si sé que pasaron por lo menos dos meses es por el incidente de ayer, que es la razón por la que escribo esto.

 Hace unos días me invadió una idea muy curiosa ¿Cómo puedo estar seguro - me pregunté - de que hay algo más que está habitación? Es decir, recuerdo una ciudad y la vida de un hombre, pero ¿cómo puedo saber que existió? ¿Que sigue existiendo? Sé que la pregunta puede parecer tonta, bastaría con abrir la puerta y comprobarlo. Pero ¿y si al abrir la puerta se confirman mis sospechas? Quizás nunca fui más que esto y abrir la puerta significaría afrontar que los recuerdos son falsos, invenciones propias, o ajenas, impuestas, un cuento mío o una broma del más allá. Es probable que ellos quieran que abra la puerta, que compruebe lo absurdo de mi solitaria existencia, el engaño en el que caí como un imbécil. O quizás, y esto podría ser peor, abra la puerta y el mundo esté ahí, y entonces existiría un Luciano Vera al que debo plata y un trabajo que debo buscar y, lo más horroroso, un hombre de veintinueve años que no logró nada notable en todos los años de su existencia y que, para colmo, gastó todo el dinero que le quedaba en latas de choclo y arvejas para vivir encerrado en una habitación sin ventanas; plan que además resultaba ilógico porque la comida se estaba acabando.

 De manera que abrir la puerta es perder, independientemente del resultado. Adentro del cuarto yo soy Dios, o por lo menos un Dios. Mis personajes tienen sus vidas e historias, y están todas determinadas por mí. Los sueño y los escribo, idiferentemente. Mi vida, mis recuerdos pueden ser los de alguno de mis creaciones, no puedo saberlo. O quizás yo sea la creación de otro Dios en otro cuarto oscuro, una historia en un papel; o tan solo ese hombre de veintinueve años enloquecido en un cuarto sin ventanas… pero no soy nada de eso mientras no abra la puerta. Nada excepto el creador.

 La razón por la que antes dije que sé que pasaron dos meses desde aquellos tiempos (si es que aquellos tiempos existieron, si es que el tiempo pasa) es que ayer (supongamos que fue ayer) llegó Luciano Vera a buscarme. Golpeó la puerta y no respondí, llamó y me quedé callado. Trató de abrir, pero está cerrado y yo tengo la llave. O, tal vez, no llegó Luciano Vera, ni golpeó ni trató de abrir. Tal vez la puerta quiere ser abierta para poder burlarse de mí, porque es absurdo pensar que exista más que esto, que exista más que vidas inventadas y su inventor. Tal vez no escuché nada en la puerta y es invención mía para esta historia, que quizás no es mi historia sino mi creación.

 Creo que dormí un rato, quizás no. Me sobresalté porque volvieron los ruidos en la puerta. Los escucho mientras escribo, Luciano Vera y el dueño. Me llaman, que abra la puerta, que solo hay una llave. No podría abrir y enfrentarme a un vacío, no podría abrir y enfrentarme a un mundo que creo recordar infinitamente complicado.

  No puedo decir exactamente desde cuándo, pero ya no hay ruidos, ya no hay voces. Nunca hubo. Ya van a volver.

 Hace tiempo que no escribía en esta historia, estuve ocupado con otros mundos y otras vidas. Hace poco soñé con este cuento, pero no estoy seguro de haber estado dormido. En todo caso, en el sueño me acercaba a la puerta y metía la llave en el cerrojo; cuando la estaba por hacer girar me detuve en seco y me eché a reír por un largo rato. Ya no me acuerdo por qué, supongo que en el sueño me daba cuenta la locura que estaba por cometer; porque sé que me estoy volviendo loco, pensando que podría haber algo detrás, obsesionándome con la puerta, que es puerta, pero podría ser tranquilamente pared.

 Estuve releyendo lo poco que escribí hasta el momento y lo encuentro absurdo, me dejé llevar demasiado lejos en esta ficción que tiene al creador como protagonista. El único final satisfactorio que se me ocurre para el cuento es que el creador abriera la puerta y se encontrara con que no era el creador, un giro quizás predecible, pero es el único que veo posible a esta altura de la narración… pero se me ocurre ahora uno mejor: el creador abre y no hay nada, pero no fue engañado por un superior, sino que él es Dios y se creó a sí mismo. Un final satisfactorio, porque Dios es Dios: sino tendría que haber otro, y eso ya sería demasiado; sino no habría ninguno, y no habría creador y eso no tiene sentido, lo sé porque yo soy el creador.

 No sé cuánto tiempo pasó desde la última vez que escribí, no lo puedo saber, pero escucho otra vez gente en la puerta. Mi ex novia, Luciano Vera, el dueño, un policía. No soy el creador, soy una rata de veintinueve años y ya casi no hay comida y soy un asco y estuve encerrado en un cuarto sin ventanas. No podría abrir la puerta.

 No podría abrir la puerta y encontrar que hay otro creador. El episodio de más arriba finalizó porque decidí contestar, dije que estoy bien y que me den una semana, que no tiren la puerta. Se fueron y ahora sé que no existieron, y sé que casi me hacen caer. Es cierto que no estuve cerca de abrir la puerta, pero no me tengo que dejar asustar por mis propias creaciones, es absurdo. Sé que si abro la puerta no habrá más que vacío, y como lo sé con seguridad me sentiría como un tonto comprobándolo, como sumar uno más uno en la calculadora.

 ¿Pero cómo podría sentirme como un tonto? ¿Estoy admitiendo la posibilidad de un superior frente al que me puedo avergonzar? No, no es eso. Dios puede avergonzarse frente a sí mismo ¿Frente a quién sino? Lo sé porque yo soy Dios, porque decido cuándo se hace la luz, porque soy el creador, porque no abrí la puerta.

 Se me ocurre ahora otra posibilidad: detrás de la puerta hay pared. Es lógico, todo lo que existe está dispuesto frente a mis ojos. No puede haber otro mundo más allá del creador, no puede haber vacío porque el vacío es la ausencia de creación y por lo tanto no pude haberlo creado. Detrás de la puerta hay solo más pared, por lo que no tiene sentido abrirla, ya que no abre nada. Decidí terminar esta historia, la primera historia a la que doy fin, de todas las que empecé, no tiene sentido seguirla. Fin.

 

 Retomo esta historia finalizada porque escucho algo, pero no en la puerta. Comenzó a sonar una melodía. Es lo primero que escucho desde aquellos tiempos. Es una canción muy intrigante y la más hermosa que recuerdo haber escuchado. Una orquesta de violines hace sonar acordes lúgubres, húmedos como mi mundo. Pero no, es muy distinta a todo lo comprendido entre estas paredes, es armónica, perfecta y conclusa. Ahora los violines y el contrabajo dan lugar a un coro celestial en crescendo. Todo culmina en una explosión orquestal, los instrumentos desatados, cada uno brillando por su lado y a la vez funcionando como un perfecto conjunto. Y la música sigue, marchando firmemente como proveniente de una máquina celestial.

 En este momento es todo muy claro: esto no puede ser creación mía, me engañé a mí mismo al pensarme creador. Pero estoy confundido… ¿Cómo saber que esto no es parte de mi invención? ¿Conozco los límites de mi capacidad inventiva? No. No hay forma de saberlo, todo vuelve a ser como antes. Y aun así ¿Podría yo maravillarme tanto del fruto de mi creación?

 Mientras más escucho más me doy cuenta que la canción tiene que ser un engaño. No puede ser engaño mío. Quieren humillarme, que abra la puerta, que me enfrente a cualquiera que sea la realidad. Y admito así a un ser superior.

 ¿Me dejaré burlar por Dios? Pienso que, si existe un ser creador capaz de este tipo de obras, no es vergonzoso dejarse burlar por él. Es más, si existe un ser creador como el que creo que se está presentando ante mí ahora mismo, es imposible no ser burlado por él. Y de esta forma me rindo, me dejo engañar porque no podría ser de otra manera.

 Y si no vuelvo a escribir es porque nunca fui más que lo que recuerdo, aunque lo haya olvidado antes, el ser patético que redujo su mundo hasta una habitación triste y sin ventanas, que fue lo único que pudo controlar. Y si no vuelvo a escribir es porque no había nada más, nada más excepto un ser superior que me demostró lo patético e inútil de mi creación. Y si no vuelvo a escribir es porque soy el creador, y creé mi historia y diez mil más, creé también esta canción que demuestra mi divinidad e infinitud.

 Voy a abrir la puerta. Teniendo en cuenta lo dicho, este es el final.

martes, 4 de mayo de 2021

Una Puertita Amarilla

  No, no... el enano no estaba loco, el loco es el que vio al enano. Digo que el loco y el enano son dos personas distintas… Ana, si no me escuchás bien acércate a la ventana. Y bueno, acercate hasta donde llegue el cable… ¿Ahí sí me escuchás bien? Digo que si me escuchás… Sí, no me entendiste nada así que empiezo de nuevo. “Todo muy esotérico” me dijo Raúl cuando le conté, no creo que se use así la palabra. No sé, como misterioso creo, él habla así, viste. Bueno, empiezo otra vez.

 Decía que estaba volviendo de lo de Raúl porque su tía me invitó a tomar el té porque la otra vez, la vez que yo hice unos pastelitos ¿te acordás? Bueno, esa vez yo le había dado tres o cuatro y… no importa, lo importante es que hoy temprano volvía de lo de Raúl muy tranquila por la vereda. Tan tranquila venía que no me di cuenta de que me estaba por llevar puesto a un señor (porque en ese momento yo pensaba que era un señor y no un loco), y me lo llevé puesto nomás. Entonces el señor se levantó y yo le dije algo así como “perdón, no lo vi”, esas cosas normales que dice una cuando se choca con alguien. Pero como el señor era un loco y no un señor, se paró sin decir nada y se me quedó mirando como buscando algo. Y yo le dije “disculpe otra vez” y me di vuelta y me empecé a ir, porque viste la sensación fea que da cuando te mira un loco. ¿No? Bueno, es una sensación fea. Pero el señor, el loco digo, me dijo algo que no entendí, y yo no sé por qué me di vuelta, por costumbre seguro, por curiosidad tal vez.  “Digo que no se meta en la puertita amarilla de la esquina”. “Ah” le dije yo y me empecé a ir, pero de nuevo él dijo algo y de nuevo estaba yo dada vuelta escuchándolo. Me dijo que me sentara, que me iba a contar sobre la puertita, y yo me senté en el banco al lado de él… ya te dije que no sé por qué, Ana, lo importante es que estaba yo ahí sentada al lado del loco que me había chocado.

 “Detrás de la puertita amarilla - empezó el señor, el loco-  que usted verá si camina media cuadra en la misma dirección hacia donde iba, y esto yo lo sé porque hoy mismo entré por esa puerta, se encuentra un enano, sentado en un trono en el medio de un pequeño patio verde, con un pequeño estanque azul, rodeado de pequeñas rosas con espinas. Arriba del trono había un viejo reloj que no avanzaba y yo pensé que estaba roto”. Y ahí frenó un segundo para generar misterio ¿Cómo que si un enano de verdad, Ana? Un señor chiquito… no le pregunté, pero él siguió. “El enano me dio esto” y me mostró una cajita de madera que tenía una marca o algo así, un jeroglífico me dijo Raúl, igual él no sabe porque no lo vio. Pero escuchá lo que dijo el señor.

 “Me pidió, me ordenó, que resolviera el rompecabezas de esta caja, y eso hice. Cuando se lo entregué resuelto vi que el viejo reloj había empezado a mover sus manecillas. El enano me había observado atentamente durante los largos minutos que estuve ocupado con la cajita. Cuando le entregué la cajita sacó un pequeño espejo antiguo y me lo acercó a la cara. En el reflejo estaba yo, pero no como esperaba: el espejo me mostraba a mí viéndolo a él, es decir, me vi a mí viéndome a mí en el espejo. En ese mundo de cristal no había trono ni enano. Espejo, yo, yo en el espejo, yo viendo el espejo. Despegué los ojos del cristal y me di vuelta torpemente, me abalancé sobre la puertita amarilla pero no abría. El enano se enderezó en su asiento y dijo algo, pero lo dijo con la mirada. Me acercó el espejito y yo se lo quise arrebatar de un manotazo pero terminé por estrellarlo contra el suelo empedrado. Fue recién ahí, mientras todavía volaban algunos vidrios por el patiecito, que vi al perro negro dormido a los pies del enano. Era un perro pequeño… normal, si uno es enano. El enano se volvió a inclinar hacia mí y dijo (esta vez sí que lo dijo) “matalo”. Yo empecé a balbucear algo, porque sabía que la puertita no abría. Pero el enano me interrumpió y me dijo que la puerta no iba a abrir hasta terminar y que este era el último paso y me dio un puñal que tenía guardado en su capa. Pensé otra vez en abrir la puerta, pero el enano, que parecía que sabía lo que pensaba, se inclinó hasta que nuestras frentes se tocaron, porque yo estaba arrodillado en el pequeño jardín y él alto en su trono. Entonces, aunque usted quiera odiarme señorita, agarré fuerte el puñal y…”

 Me alejé de un salto del banco y corrí como cuarenta metros en un segundo. ¿Por qué? Porque tenía miedo, Ana, mejor correr como loca antes que el señor sacara el puñal ese que decía. Y entonces me di vuelta y vi que el señor, o sea el loco, se estaba yendo para el otro lado y me calmé.  Caminé lentamente hasta la esquina porque sabía que el señor no tenía un cuchillo. O, por lo menos, no me había seguido, así que no lo quería usar. Di vuelta la esquina y no lo podía creer. Sí, la puertita, Ana, para vos es obvio porque por algo te lo cuento, pero yo no lo podía creer. Me acerqué y la observé detenidamente: madera amarilla de pintura gastada, una perilla de plata, no sé si plata, pero parecido, con un símbolo. Sí, jeroglífico. La cerraba un candado dorado, pero que tenía la pequeña llave puesta…

 No, Ana ¿para qué iba a entrar? Si solo son cuentos de un loco de la calle.

domingo, 25 de abril de 2021

Miércoles 3 AM

 

Caminaba saltando los charquitos de la vereda, últimos signos de la nevada del lunes. Recorría el mismo camino de siempre, a la misma hora de siempre. Pasó frente a la panadería, el taller y la cuadra de los restaurantes.

 Cuando llegó a la calle Rosario decidió desviarse de su ruta habitual para dirigirse al correo a dos cuadras de allí. Había pensado en mandar la carta después del trabajo, pero tenía tiempo. Estaba de buen humor porque había salido el sol, y con él se había ido la nieve.

 Saliendo de las oficinas de correo pensó en su madre y en su hermana. En el dinero que le quedaba ahora que había mandado la carta, y si podría permitirse dos comidas cada día por el resto del mes. Pensó en la injusticia de su situación, primero con resignación y después con esperanza.

 Anochecía cuando dejaba atrás la fábrica. Había empezado a nevar. Su humor se había deteriorado con las horas, por lo que no le molestó especialmente no llevar abrigo. Recorrió las calles con calma a pesar del frío.

 Subió por las escaleras del edificio, oscuras y estrechas, hasta su departamento en el segundo piso. Mientras entraba le llamó la atención la puerta abierta del departamento del frente, el 2°b. Cenó ravioles y le compartió una porción al gato. Cuando terminó de lavar los platos se percató de que todavía era temprano, y pensó con cierta tristeza en cómo el invierno le robaba el sol.

 Cerró la bolsa de basura y se dispuso a dejarla en el tacho de la vereda. Cuando salió para el pasillo vio que la puerta de su vecino seguía abierta. Hacía poco que vivía ahí, no sabía su nombre ni su profesión, pero sí sabía que era un hombre joven porque lo había cruzado una vez esa semana, cuando salía para el trabajo. Se acercó hacia la cálida luz que se escapaba desde el interior del departamento al final del pasillo. Vaciló un momento antes de empujar la puerta entreabierta.

 En seguida notó que el comedor era considerablemente más grande que el suyo, con adornos exóticos en los escritorios de madera oscura y cuadros de siluetas extrañas en las paredes. Lo sorprendió su reflejo en un gran espejo con marco de madera de bambú que descansaba en la pared al lado de un piano viejo. El aire era más espeso que en el pasillo, había una humedad que le recordó a su casa en Misiones. Miró hacía la pared más oscura de la sala: la cubrían pilas y pilas de libros forrados en cuero y papeles desordenados. En el piso, a pocos centímetros de los libros, vio cómo ardían tres pequeñas velas de cera rojiza. Le pareció extraño porque estaba la luz encendida. No vio a su vecino, así que lo llamó en voz alta. No hubo respuesta.

 Se dio cuenta de repente que no sabía por qué había entrado sin permiso. Se dirigía hacia la puerta cuando se dio cuenta que había estado sonando una música que no había escuchado hasta el momento. Miró hacia la habitación de la que provenían los sonidos y escuchó fuertes tambores, platillos y voces disonantes que no llegaban a armonizar. Cuando se dio cuenta ya había entrado en la habitación donde colgaba el cuerpo de su joven vecino. La imagen lo desorientó, pero no lo horrorizó. Miró a su alrededor y localizó la radio; cuando la apagó, el silencio lo invadió y se reconoció inquieto. Pensó en llamar a la policía o alertar a su vecina del primer piso, pero no podía despegar la mirada de un bolso de cuero que descansaba en la mesita junto a la radio.

 Eran las doce y cuarto de la noche cuando la policía dejaba el edificio y los vecinos de los demás pisos, saciada la curiosidad, volvían a sus departamentos. Se lavó los dientes mientras intentaba no pensar en el joven. Cerró las cortinas y le puso llave a la puerta. Fue a su cuarto y sacó el bolso de debajo de su cama. Durante esa media hora contó más dinero del que nunca pensó ver junto.

  Se acostó a dormir intentando tranquilizarse, sumergiéndose en ideas sobre el futuro y la abundancia. Concilió finalmente el sueño, pensando en que podría faltar mañana al trabajo.

  Se despertó sudado y acalorado. Todavía era de noche. No podía moverse ni pensar claramente. Sintió su cuerpo anclado al colchón. Dirigió la mirada hacia el bolso: estaba intacto. Cerró los ojos e intentó volver a dormir, pero un dolor intenso le inundó el pecho. No pudo gritar, pero consiguió incorporarse con violencia. Corrió hacia el comedor desesperado mientras sonaban, desde algún lugar impreciso, tambores, platillos y voces que no llegaban a armonizar. Buscó las llaves de la puerta sin éxito. El dolor se agudizó y ya no pudo caminar, cayó al suelo y se arrastró hacia su cama. Sintió fuego trepando hasta su garganta. Arrebató algo de debajo de su colchón. Cerró los ojos, ardientes, y tomó aire como pudo. Escuchó tambores, platillos, voces que armonizaban algo macabro y después, nada. 

viernes, 2 de abril de 2021

Entrevista sobre el 24 de marzo


Mariana Carrera estudió Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. Hoy trabaja en CONADI, buscando hijos de desaparecidos. 


 ¿Cuántos años tenías cuando ocurrió el golpe militar? ¿Tenés algún recuerdo específico de los años en dictadura?

 

 Yo nací en el ‘71, por lo que en el ‘76 tenía cinco años. No tengo recuerdos específicos de la época de la dictadura; sí tengo muy claros los recuerdos de lo que fue la vuelta a la democracia, el fin de la dictadura. Yo estaba en séptimo grado y tenía una familia muy comprometida políticamente, y tanto mi papá como mi mamá comenzaron a contarme lo que había sucedido. Había muchas películas muy buenas en ese momento, nacionales, que veíamos juntos: “La Historia Oficial”, “La Noche de los Lápices”... fue la manera que tuvieron mis padres de transmitirme todo el horror. También ahí, en séptimo grado, empezaron a aparecer, aún en mi incipiente adolescencia, los discursos con miradas totalmente opuestas a las que yo recibía, y recuerdo dos compañeros de la escuela con los que discutíamos bastante.


¿Cómo afectó la dictadura tu vida adulta?

 

 Pude enterarme, un tiempo después, cómo efectivamente la dictadura no sólo había diezmado a la sociedad, sino también golpeado fuerte el interior de mi familia: un tío materno tuvo que irse del país a Venezuela muy jovencito, veintiún años, estudiaba en La Plata, era militante… y tuvo que irse; y una tía materna, mucho más terrible su historia, con apenas diecisiete años estuvo desaparecida un año en Córdoba, y si bien luego la largaron, tuvo que irse directamente al exterior. Por lo cual mi abuela siempre fue una persona que me fue transmitiendo todo lo que había ocurrido, todo el dolor y horror que había generado la dictadura en nuestras vidas. 

 Con el crecimiento y con el correr de los años, con la llegada también a la universidad, y al escuchar voces y conocer muchas personas que habían sido afectadas directamente, fui dimensionando el horror y sentí que realmente era muy importante tomar conciencia y no tener una actitud pasiva frente a lo que nos había pasado como sociedad. Sobre todo, a seguir transmitiendo a las nuevas generaciones la historia para poder evitar cometer los mismos errores siniestros que cometimos.


¿Qué fue lo que te llevó a trabajar con Abuelas de Plaza de Mayo?¿Qué funciones realizás?


 Yo trabajo en CONADI, la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, depende de la secretaría de derechos humanos de la nación, y es el organismo estatal que busca a los nietos de las abuelas de plaza de mayo. Obviamente yo conocía la existencia de las Abuelas y de su lucha desde hace mucho tiempo, pero en un momento personal de mucha crisis, después de muchos años de trabajar en medios, un trabajo más ligado a la lógica comercial y productiva, llegó esta posibilidad que le dio un sentido distinto a mi vida. Trabajo con los equipos de abogados y psicólogos que están en la CONADI, recibiendo a jóvenes que dudan de su identidad, que presumen ser hijos de desaparecidos, con toda la angustia que eso implica. También en CONADI recibimos algunas denuncias y trabajamos sobre denuncias históricas de personas que aportaron datos sobre posibles apropiaciones de menores en la época de la dictadura. Hay otra área muy interesante que se llama “Cercamiento”, que es muy sensible y se trabaja con mucho cuidado, donde una vez que tenemos indicios certeros y documentación respaldatoria que pueda presumir que hay alguien que es hijo de desaparecido, uno de esos nietos que estamos buscando, tomamos contacto con esa persona para explicarle cuál es la situación, y la duda, que nos está acechando. 

  Tengo contacto, efectivamente, con abuelas; son unas mujeres increíbles, luchadoras, perseverantes, amorosas… Realmente si hay algo que me conmueve es cómo ese dolor inconmensurable de perder un hijo hizo en ellas una actitud tan vital, de búsqueda, de unión; fue un referente internacional. Muchas de ellas no tenían militancia política, y simplemente las llevó a juntarse el hecho de estar padeciendo un mismo dolor. Es un hecho colectivo que también me parece fundamental: juntarse con pares para buscar respuestas y exigir al Estado lo que el Estado les debía, y en eso estamos. Escuchar a Estela realmente me sigue emocionando profundamente... su serenidad, su claridad, y su mirada sobre varios temas, no sólo el horror de la dictadura. 


¿Qué valores o conceptos no hay que olvidar de lo sucedido?


 A mi me parece importante entender que fue un golpe cívico militar. Que hubo fuerzas de la sociedad cómplices para que esto se instaurara en la Argentina, y que varios de esos grupos u organismos están todavía, ideológicamente, presentes entre nosotros, y siguen operando de distinta forma. (Es importante) Tener una mirada más amplia de lo que implicó la dictadura en términos de grupos de poder, había intereses económicos muy fuertes, y los mismos grupos de poder hoy siguen vigentes. 

 Ayer miraba una entrevista sobre la hija de Etchecolatz, un genocida que tiene cadena perpetua porque era el jefe de la policía bonaerense, y tiene comprobados miles de asesinatos y robos de bebés, en este plan sistemático que existió durante esos años. Su hija, después de un proceso personal muy fuerte, decide convertirse en “ex-hija”. Ella contaba que cuando terminó la dictadura su papá se fue a Brasil, huyendo de la justicia, y era el jefe de seguridad de todas las empresas Bunge y Born, uno de los grupos poderosos más fuertes del continente. Osea que un hombre que había hecho todo lo que hizo recibió asilo y trabajo como jefe de seguridad de uno de los grupos más poderosos de Argentina. (link al documental: http://encuentro.gob.ar/programas/serie/8062/9931/)

La iglesia también, se siguen escuchando atrocidades de complicidad en esa época terrible. Entonces, (hay que) tomar dimensión en ese sentido sobre la responsabilidad de la sociedad sobre lo ocurrido; porque hubo jueces, hubo gobernantes, hubo políticos… para que todo eso ocurra hubo un consenso muy fuerte. 

 Otra de las cosas que pienso, que siempre es importante volver a cuestionar, es el lugar de los medios en relación a los fenómenos. Cómo muchas personas miraban por televisión una supuesta victoria en Malvinas, o el Mundial 78’, mientras miles se desesperaban buscando a sus familiares y no tenían modo de hacerse oír. Todas esas situaciones es importante dimensionarlas para poder entender cómo, en ciertos momentos, distintos sectores de la sociedad operan. Los medios de comunicación son, obviamente, otro grupo de poder que tuvo absoluta complicidad en esos años.

 Me parece fundamental transmitir lo que implica la unión de las personas buscando la justicia, buscando la igualdad, buscando la verdad; y a la potencia que se llega cuando hay grupos. Es otra de las grandes enseñanzas: que finalmente se puede, de forma mancomunada, lograr instaurar la verdad, y hay que seguir militándola y transmitiéndola. 



¿Cuándo te referís a que hoy en día siguen presentes organismos e ideologías como las que permitieron que se dé el golpe ¿Te referís a algo sistemático o a grupos civiles?


 Tiene que ver con entender que para que una situación así se dé tiene que haber un montón de otros grupos de poder que no son exclusivamente de la caspa militar, que fueron funcionales a ese objetivo, y que sacaron rédito económico, ideológico, de lo que fue la dictadura. 

 Me parece que sería un poco fuerte decir que esos mismos grupos siguen operando hoy con el objetivo de crear un golpe. Yo no creo que estén dadas las condiciones para un nuevo golpe, por suerte, básicamente porque hay una conciencia muy fuerte de la sociedad y eso siempre es un límite a cualquier falta a los derechos básicos. Sí creo que esos grupos de poder siguen operando en el presente y por eso es importante tener claro lo que sucedió y cómo hoy algunas cosas siguen funcionando.


¿Qué hacés, a día de hoy, los 24 de marzo de cada año?


 Cada 24 de marzo va tomando formas distintas… al yo estar tan vinculada a los organismos de derechos humanos, obviamente siempre, históricamente, hemos ido a la marcha. Estos años en pandemia se ha buscado otra manera de conmemorar. Este año se hizo toda una campaña de plantar árboles en conmemoración, que estuvo muy linda, porque estamos hablando siempre de la vida, de plantar vida. También es otro modo de comprometer a las nuevas generaciones, ya que hay varios que están muy inmersos en el cuidado del medio ambiente y con mucha conciencia de lo que implican las nuevas oleadas ecologistas. Instaurar un tema de memoria y “linkearlo” con esto me pareció muy creativo e interesante.

 Cada marcha del 24 es un momento donde los que trabajamos en organismos de derechos humanos tomamos dimensión de lo que implica nuestro trabajo para la sociedad, porque son marchas llenas de gente, y es fuerza para seguir avanzando. Es verdad que, dentro de todo el horror de la dictadura, yo estoy ligada a la parte más luminosa, que es encontrar vida y devolver identidad a los nietos que buscamos; eso hace que siempre la visión del futuro sea más esperanzadora, porque también es cierto que muchos de mis primeros momentos dentro de la secretaría fueron duros, teniendo contacto con testimonios de sobrevivientes y dimensionando lo que fue un plan sistemático absolutamente pensado desde mentes macabras… desde la intolerancia, obviamente, desde el abuso de poder, desde el placer de ver sufrir a otro.





Una serie de videos de Abuelas, sobre los nietos: https://www.youtube.com/watch?v=ZNnB9pgwZPc&list=PLr6ojCqgUoZ8x32AjIdlNgt8xcZTbaqZV&ab_channel=AbuelasdePlazadeMayo





En Una Habitación Sin Ventanas

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