martes, 21 de septiembre de 2021

En Una Habitación Sin Ventanas

                                                   

                                                    En una Habitación sin Ventanas

 

 En aquellos tiempos (y digo “aquellos” aunque hayan pasado solo unos meses) todo era complicado. Estaba buscando donde vivir, me había peleado con mi novia y habíamos dejado el departamento que compartíamos en Caballito. Había dejado el trabajo por la oportunidad de trabajar con una editorial, una oportunidad que no era tan concreta como me habían dado a entender, y quedé a la deriva. Mi madre había fallecido hace menos de un año y a mi padre nunca lo conocí; no tenía a donde ir.

 Pasé ocho noches en un hotel barato mientras buscaba departamento. Esa semana consistió en llamadas telefónicas desde mi habitación, número 103, y visitas a departamentos fuera del presupuesto. Es cierto que podría haber aceptado la oferta de Luciano Vega de vivir en su casa hasta que pudiera acomodarme, pero él había causado todo esto, él me había convencido de renunciar y me había asegurado que iban a publicar mis cuentos y que iba a poder vivir escribiendo.

 Fue al octavo día que Luciano se apareció en el lobby del hotel. Me hizo llamar y después de saludarme calurosamente me dijo que había encontrado un lugar que podía alquilar. Me invitó a un barcito a dos cuadras y me pagó la comida. Era un lugar barato, Luciano eligió mi comida: un bife con papas, pidió lo mismo para los dos. Tomamos cerveza y conversamos más de una hora y en ningún momento me pidió perdón por lo de la editorial, no verbalmente me refiero, porque para él invitarme la comida y ayudarme con lo del departamento era pedir perdón. Pero no lo perdoné.

 Me llevó en su auto hasta donde estaba el departamento que había encontrado, y se fue diciendo que estaba apurado porque tenía que volver al trabajo, pero que ya había hablado con el dueño y me estaba esperando. Era un edificio muy grande, la entrada era antigua, pero parecía remodelado por adentro. Me acuerdo que pensé que no había manera de que me alcanzara para alquilar ahí, y en realidad tuve razón. El dueño, un señor petizo de unos cincuenta años, por lo demás nada llamativo, me guiaba por los anchos pasillos hasta el ascensor. Subimos hasta el séptimo. “Es el único piso que tiene cinco departamentos… igualmente, por el momento, los otros cuatro están vacíos” me dijo.

 El “E” del séptimo piso consistía de una cama, un horno y un baño chiquito en tras una puerta a la izquierda. El dueño prendió el foquito de luz naranja que colgaba del techo, que era bastante alto considerando el tamaño de la habitación, y fue ahí cuando me di cuenta que la habitación no tenía ventanas y que las paredes tenían grandes manchas de hongos por la humedad. Le estaba por agradecer al señor para decirle que lo iba a pensar cuando me dio una llave y me dijo rápido que mi amigo ya había dejado “arreglado” el primer mes, y que después hablábamos de precios para el segundo. Pude haberle dicho que esperara, que no me iba a quedar, pero de repente el departamento me llamaba la atención, quizás lo sentí adecuado para mi situación. Y, además, ya estaba pagado. Mudé los dos bolsos que tenía en el hotel esa misma tarde.

 Las primeras dos semanas que pase aquí, en esta habitación desde donde escribo, me las tomé con calma. Pensaba tomarme unas pequeñas vacaciones en el peor lugar del barrio, que era este lugar. Compraba comida en distintos lugares de la manzana y cenaba leyendo bajo la luz naranja del foquito. Pero, sobre todo, me dediqué a escribir mis historias. Horas y horas de palabras en papel, personajes tristes y misteriosos, cuentos que no finalizaba antes de empezar el siguiente. Acumulaba las hojas en pilas desparramadas al lado izquierdo de mi cama, donde creaba con mi máquina de escribir. Cada cierto tiempo tomaba alguna historia al azar, inconclusa, para continuarla, pero nunca terminarla. Mientras tanto buscaba trabajo, pero en el fondo no quería encontrarlo, el lugar me inspiraba y estaba tranquilo.

 A la tercera semana dejé de buscar trabajo. Pasaba cada vez más tiempo dentro de la habitación escribiendo historias oscuras, frías, húmedas y sin ventanas. Para la última semana del mes hice una compra de cientos de latas de comida y arroz y pastas. Acomodé todo como pude en pilas que trepaban por las paredes, debajo de la cama e incluso en el baño. No tenía planeado salir hasta que se acabara la comida. Salí una última vez a la calle para usar el teléfono público de la equina. Llamé a Luciano Vera y le pedí por favor que pagara otros dos meses de alquiler, que la situación era difícil, que se lo iba a devolver apenas pudiera, y me aseguré de no agradecerle antes de cortar. Ese fue el último día de “aquellos tiempos”.

 Escribí y leí y comí y se fue mayo; empecé a comer cada vez menos y se fue junio. El cuarto era negro durante mis noches y naranja en mis días, el sol no existía y el reloj de la pared nunca había funcionado. Uno pensaría que no es posible vivir así por tanto tiempo, pero yo lo comprobé posible, y lo compruebo cada vez que despierto. Estoy envuelto en historias, sumergido en mis creaciones; y por eso es que no estoy encerrado, estoy en mil historias, mil conciencias, que sueño, escribo y vivo. Ya no existe el tiempo. No sé cuántas horas duermo ni cuántos días pasaron desde que se cerró la puerta, si sé que pasaron por lo menos dos meses es por el incidente de ayer, que es la razón por la que escribo esto.

 Hace unos días me invadió una idea muy curiosa ¿Cómo puedo estar seguro - me pregunté - de que hay algo más que está habitación? Es decir, recuerdo una ciudad y la vida de un hombre, pero ¿cómo puedo saber que existió? ¿Que sigue existiendo? Sé que la pregunta puede parecer tonta, bastaría con abrir la puerta y comprobarlo. Pero ¿y si al abrir la puerta se confirman mis sospechas? Quizás nunca fui más que esto y abrir la puerta significaría afrontar que los recuerdos son falsos, invenciones propias, o ajenas, impuestas, un cuento mío o una broma del más allá. Es probable que ellos quieran que abra la puerta, que compruebe lo absurdo de mi solitaria existencia, el engaño en el que caí como un imbécil. O quizás, y esto podría ser peor, abra la puerta y el mundo esté ahí, y entonces existiría un Luciano Vera al que debo plata y un trabajo que debo buscar y, lo más horroroso, un hombre de veintinueve años que no logró nada notable en todos los años de su existencia y que, para colmo, gastó todo el dinero que le quedaba en latas de choclo y arvejas para vivir encerrado en una habitación sin ventanas; plan que además resultaba ilógico porque la comida se estaba acabando.

 De manera que abrir la puerta es perder, independientemente del resultado. Adentro del cuarto yo soy Dios, o por lo menos un Dios. Mis personajes tienen sus vidas e historias, y están todas determinadas por mí. Los sueño y los escribo, idiferentemente. Mi vida, mis recuerdos pueden ser los de alguno de mis creaciones, no puedo saberlo. O quizás yo sea la creación de otro Dios en otro cuarto oscuro, una historia en un papel; o tan solo ese hombre de veintinueve años enloquecido en un cuarto sin ventanas… pero no soy nada de eso mientras no abra la puerta. Nada excepto el creador.

 La razón por la que antes dije que sé que pasaron dos meses desde aquellos tiempos (si es que aquellos tiempos existieron, si es que el tiempo pasa) es que ayer (supongamos que fue ayer) llegó Luciano Vera a buscarme. Golpeó la puerta y no respondí, llamó y me quedé callado. Trató de abrir, pero está cerrado y yo tengo la llave. O, tal vez, no llegó Luciano Vera, ni golpeó ni trató de abrir. Tal vez la puerta quiere ser abierta para poder burlarse de mí, porque es absurdo pensar que exista más que esto, que exista más que vidas inventadas y su inventor. Tal vez no escuché nada en la puerta y es invención mía para esta historia, que quizás no es mi historia sino mi creación.

 Creo que dormí un rato, quizás no. Me sobresalté porque volvieron los ruidos en la puerta. Los escucho mientras escribo, Luciano Vera y el dueño. Me llaman, que abra la puerta, que solo hay una llave. No podría abrir y enfrentarme a un vacío, no podría abrir y enfrentarme a un mundo que creo recordar infinitamente complicado.

  No puedo decir exactamente desde cuándo, pero ya no hay ruidos, ya no hay voces. Nunca hubo. Ya van a volver.

 Hace tiempo que no escribía en esta historia, estuve ocupado con otros mundos y otras vidas. Hace poco soñé con este cuento, pero no estoy seguro de haber estado dormido. En todo caso, en el sueño me acercaba a la puerta y metía la llave en el cerrojo; cuando la estaba por hacer girar me detuve en seco y me eché a reír por un largo rato. Ya no me acuerdo por qué, supongo que en el sueño me daba cuenta la locura que estaba por cometer; porque sé que me estoy volviendo loco, pensando que podría haber algo detrás, obsesionándome con la puerta, que es puerta, pero podría ser tranquilamente pared.

 Estuve releyendo lo poco que escribí hasta el momento y lo encuentro absurdo, me dejé llevar demasiado lejos en esta ficción que tiene al creador como protagonista. El único final satisfactorio que se me ocurre para el cuento es que el creador abriera la puerta y se encontrara con que no era el creador, un giro quizás predecible, pero es el único que veo posible a esta altura de la narración… pero se me ocurre ahora uno mejor: el creador abre y no hay nada, pero no fue engañado por un superior, sino que él es Dios y se creó a sí mismo. Un final satisfactorio, porque Dios es Dios: sino tendría que haber otro, y eso ya sería demasiado; sino no habría ninguno, y no habría creador y eso no tiene sentido, lo sé porque yo soy el creador.

 No sé cuánto tiempo pasó desde la última vez que escribí, no lo puedo saber, pero escucho otra vez gente en la puerta. Mi ex novia, Luciano Vera, el dueño, un policía. No soy el creador, soy una rata de veintinueve años y ya casi no hay comida y soy un asco y estuve encerrado en un cuarto sin ventanas. No podría abrir la puerta.

 No podría abrir la puerta y encontrar que hay otro creador. El episodio de más arriba finalizó porque decidí contestar, dije que estoy bien y que me den una semana, que no tiren la puerta. Se fueron y ahora sé que no existieron, y sé que casi me hacen caer. Es cierto que no estuve cerca de abrir la puerta, pero no me tengo que dejar asustar por mis propias creaciones, es absurdo. Sé que si abro la puerta no habrá más que vacío, y como lo sé con seguridad me sentiría como un tonto comprobándolo, como sumar uno más uno en la calculadora.

 ¿Pero cómo podría sentirme como un tonto? ¿Estoy admitiendo la posibilidad de un superior frente al que me puedo avergonzar? No, no es eso. Dios puede avergonzarse frente a sí mismo ¿Frente a quién sino? Lo sé porque yo soy Dios, porque decido cuándo se hace la luz, porque soy el creador, porque no abrí la puerta.

 Se me ocurre ahora otra posibilidad: detrás de la puerta hay pared. Es lógico, todo lo que existe está dispuesto frente a mis ojos. No puede haber otro mundo más allá del creador, no puede haber vacío porque el vacío es la ausencia de creación y por lo tanto no pude haberlo creado. Detrás de la puerta hay solo más pared, por lo que no tiene sentido abrirla, ya que no abre nada. Decidí terminar esta historia, la primera historia a la que doy fin, de todas las que empecé, no tiene sentido seguirla. Fin.

 

 Retomo esta historia finalizada porque escucho algo, pero no en la puerta. Comenzó a sonar una melodía. Es lo primero que escucho desde aquellos tiempos. Es una canción muy intrigante y la más hermosa que recuerdo haber escuchado. Una orquesta de violines hace sonar acordes lúgubres, húmedos como mi mundo. Pero no, es muy distinta a todo lo comprendido entre estas paredes, es armónica, perfecta y conclusa. Ahora los violines y el contrabajo dan lugar a un coro celestial en crescendo. Todo culmina en una explosión orquestal, los instrumentos desatados, cada uno brillando por su lado y a la vez funcionando como un perfecto conjunto. Y la música sigue, marchando firmemente como proveniente de una máquina celestial.

 En este momento es todo muy claro: esto no puede ser creación mía, me engañé a mí mismo al pensarme creador. Pero estoy confundido… ¿Cómo saber que esto no es parte de mi invención? ¿Conozco los límites de mi capacidad inventiva? No. No hay forma de saberlo, todo vuelve a ser como antes. Y aun así ¿Podría yo maravillarme tanto del fruto de mi creación?

 Mientras más escucho más me doy cuenta que la canción tiene que ser un engaño. No puede ser engaño mío. Quieren humillarme, que abra la puerta, que me enfrente a cualquiera que sea la realidad. Y admito así a un ser superior.

 ¿Me dejaré burlar por Dios? Pienso que, si existe un ser creador capaz de este tipo de obras, no es vergonzoso dejarse burlar por él. Es más, si existe un ser creador como el que creo que se está presentando ante mí ahora mismo, es imposible no ser burlado por él. Y de esta forma me rindo, me dejo engañar porque no podría ser de otra manera.

 Y si no vuelvo a escribir es porque nunca fui más que lo que recuerdo, aunque lo haya olvidado antes, el ser patético que redujo su mundo hasta una habitación triste y sin ventanas, que fue lo único que pudo controlar. Y si no vuelvo a escribir es porque no había nada más, nada más excepto un ser superior que me demostró lo patético e inútil de mi creación. Y si no vuelvo a escribir es porque soy el creador, y creé mi historia y diez mil más, creé también esta canción que demuestra mi divinidad e infinitud.

 Voy a abrir la puerta. Teniendo en cuenta lo dicho, este es el final.

En Una Habitación Sin Ventanas

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