No, no... el enano no estaba loco, el loco es el que vio al enano. Digo que el loco y el enano son dos personas distintas… Ana, si no me escuchás bien acércate a la ventana. Y bueno, acercate hasta donde llegue el cable… ¿Ahí sí me escuchás bien? Digo que si me escuchás… Sí, no me entendiste nada así que empiezo de nuevo. “Todo muy esotérico” me dijo Raúl cuando le conté, no creo que se use así la palabra. No sé, como misterioso creo, él habla así, viste. Bueno, empiezo otra vez.
Decía que estaba
volviendo de lo de Raúl porque su tía me invitó a tomar el té porque la otra
vez, la vez que yo hice unos pastelitos ¿te acordás? Bueno, esa vez yo le había
dado tres o cuatro y… no importa, lo importante es que hoy temprano volvía de
lo de Raúl muy tranquila por la vereda. Tan tranquila venía que no me di cuenta de que me estaba por llevar puesto a un señor (porque en ese momento yo pensaba
que era un señor y no un loco), y me lo llevé puesto nomás. Entonces el señor
se levantó y yo le dije algo así como “perdón, no lo vi”, esas cosas normales
que dice una cuando se choca con alguien. Pero como el señor era un loco y no
un señor, se paró sin decir nada y se me quedó mirando como buscando algo. Y yo
le dije “disculpe otra vez” y me di vuelta y me empecé a ir, porque viste la
sensación fea que da cuando te mira un loco. ¿No? Bueno, es una sensación fea.
Pero el señor, el loco digo, me dijo algo que no entendí, y yo no sé por qué me
di vuelta, por costumbre seguro, por curiosidad tal vez. “Digo que no se meta en la puertita amarilla
de la esquina”. “Ah” le dije yo y me empecé a ir, pero de nuevo él dijo algo y
de nuevo estaba yo dada vuelta escuchándolo. Me dijo que me sentara, que me iba
a contar sobre la puertita, y yo me senté en el banco al lado de él… ya te dije
que no sé por qué, Ana, lo importante es que estaba yo ahí sentada al lado del
loco que me había chocado.
“Detrás de la
puertita amarilla - empezó el señor, el loco- que usted verá si camina media cuadra en la misma
dirección hacia donde iba, y esto yo lo sé porque hoy mismo entré por esa
puerta, se encuentra un enano, sentado en un trono en el medio de un pequeño
patio verde, con un pequeño estanque azul, rodeado de pequeñas rosas con
espinas. Arriba del trono había un viejo reloj que no avanzaba y yo pensé que
estaba roto”. Y ahí frenó un segundo para generar misterio ¿Cómo que si un
enano de verdad, Ana? Un señor chiquito… no le pregunté, pero él siguió. “El
enano me dio esto” y me mostró una cajita de madera que tenía una marca o algo
así, un jeroglífico me dijo Raúl, igual él no sabe porque no lo vio. Pero escuchá
lo que dijo el señor.
“Me pidió, me ordenó,
que resolviera el rompecabezas de esta caja, y eso hice. Cuando se lo entregué resuelto
vi que el viejo reloj había empezado a mover sus manecillas. El enano me había observado
atentamente durante los largos minutos que estuve ocupado con la cajita. Cuando le entregué la cajita sacó
un pequeño espejo antiguo y me lo acercó a la cara. En el reflejo estaba yo, pero no como esperaba: el espejo me mostraba a mí viéndolo a él, es decir, me vi a mí viéndome a mí en el espejo. En ese mundo de cristal no había trono ni enano. Espejo, yo, yo en el espejo, yo viendo el espejo. Despegué los ojos del cristal y me di vuelta torpemente, me abalancé sobre la puertita amarilla pero
no abría. El enano se enderezó en su asiento y dijo algo, pero lo dijo con la
mirada. Me acercó el espejito y yo se lo quise arrebatar de un manotazo pero terminé por estrellarlo contra el suelo empedrado. Fue
recién ahí, mientras todavía volaban algunos vidrios por el patiecito, que vi
al perro negro dormido a los pies del enano. Era un perro pequeño… normal, si
uno es enano. El enano se volvió a inclinar hacia mí y dijo (esta vez sí que lo
dijo) “matalo”. Yo empecé a balbucear algo, porque sabía que la puertita no abría. Pero el enano me interrumpió y me dijo que la puerta no iba a abrir
hasta terminar y que este era el último paso y me dio un puñal que tenía
guardado en su capa. Pensé otra vez en abrir la puerta, pero el enano, que
parecía que sabía lo que pensaba, se inclinó hasta que nuestras
frentes se tocaron, porque yo estaba arrodillado en el pequeño jardín y él alto
en su trono. Entonces, aunque usted quiera odiarme señorita, agarré fuerte el
puñal y…”
Me alejé de un salto
del banco y corrí como cuarenta metros en un segundo. ¿Por qué? Porque tenía
miedo, Ana, mejor correr como loca antes que el señor sacara el puñal ese que
decía. Y entonces me di vuelta y vi que el señor, o sea el loco, se estaba
yendo para el otro lado y me calmé. Caminé lentamente hasta la esquina porque
sabía que el señor no tenía un cuchillo. O, por lo menos, no me había seguido,
así que no lo quería usar. Di vuelta la esquina y no lo podía creer. Sí, la
puertita, Ana, para vos es obvio porque por algo te lo cuento, pero yo no lo
podía creer. Me acerqué y la observé detenidamente: madera amarilla de pintura
gastada, una perilla de plata, no sé si plata, pero parecido, con un símbolo.
Sí, jeroglífico. La cerraba un candado dorado, pero que tenía la pequeña llave
puesta…
No, Ana ¿para qué iba
a entrar? Si solo son cuentos de un loco de la calle.